lunes, 24 de febrero de 2014

MI AMIGO MANUEL URBANO, UNA MIRADA A SU POESÍA POR F. MORALES LOMAS

MANUEL URBANO PÉREZ ORTEGA Y F. MORALES LOMAS

l pasado sábado 22 de febrero tuve ocasión de compartir el homenaje que la Ciudad de Baeza ha realizado a Manuel Urbano Perez Ortega, que en vida fue durante los dieciocho últimos años secretario del Premio Antonio Machado instituido por esa ciudad.

En un acto solemne, con la presencia de la viuda de Manuel, Nieves, y del alcalde de la ciudad, Leocadio Marín, y el presidente de la Diputación de Jaén, Francisco Reyes Martínez, intervinimos para rememorar la obra de Manuel Urbano los siguinentes escritores y profesore:
El poeta Antonio Carvajal, el catedrático de la Universidad de Granada y presidente de la Academia de Buenas Letras, Antonio Chicharro, y el que esto suscribe.

Tengo el gusto de reproducir aquí las palabras que dije:

MI AMIGO MANUEL URBANO,
UNA MIRADA A SU POESÍA

F. MORALES LOMAS
 


Estimadas autoridades, estimada Nieves, amigos y amigas, señoras y señores.
Cuando en la noche del 26 al 27 de enero de 1939 Antonio Machado miró hacia atrás para contemplar la frontera española sabía que ya no volvería más a España. Era obligado a marcharse uno de los intelectuales más rigurosos y comprometidos que ha existido hasta el momento y, en palabras de Ángel González, el poeta más importante del siglo XX en España.
Hoy día, en una época de profunda crisis de valores, amén de económica, los intelectuales andan dormidos en no se sabe qué dinamismo particularista y privativo difícil de entender. Es en estos momentos cuando el compromiso de Antonio Machado adquiere un enorme alcance y el valor de su literatura, como instrumento de reflexión, sensibilidad y guía. Su actitud ética y moral, siempre presente en sus discursos y en sus reflexiones, manifestaba la obligatoriedad de una atención vigilante a los acontecimientos ante posibles huidas. En el fondo, como conocedor del alma humana, es consciente de que la espantada por miedo o rechazo se producirá, y advierte de ello, pero él siempre fue fiel a sí mismo y a las ideas de humanismo y solidaridad que defendió con ahínco durante toda su vida y con más fuerza si cabe como en los escritos publicados en La Vanguardia fechas antes.
En estos momentos que traemos a la memoria al genial escritor sevillano para conmemorar su aniversario quisiera unir su nombre al de otro gran escritor, Manuel Urbano. Un escritor que compartió con Machado una próxima visión del mundo, un compromiso con la palabra y con el hombre, aparte de ser el secretario del Premio que lleva el nombre de Antonio Machado.
Como Machado, también Manuel Urbano tiene ya un sitio en la historia de Andalucía. En esta historia modesta e indulgente de los escritores de provincias que van desmadejando la literatura con el buril de la palabra ordenada, limpia y conmovedora en este mar de olivos que nos rodea.
Pero, sobre todo, Manuel Urbano tiene un espacio abierto, puro y conmovedor en mi memoria, en mi corazón; ese reloj de los sentimientos, esa despensa en donde se guarda lo mejor de cada uno.
A Manuel Urbano lo conocí desde la palabra, y, hasta unos días antes de su muerte (que dialogaba con él), me ha unido la pasión por la literatura, pero fundamentalmente la pasión por la vida y la amistad, que tiene la fortaleza del diamante cuando nace de la adhesión en los apegos.  
Yo tenía a Manuel por un profundo amigo, por un hondo consejero. Creía a pie juntillas en su palabra. Y su palabra era justa, meditada, inteligente, afable. De pocas personas puedo decir esto en mi vida. Y quiero reconocerlo públicamente porque antes del poeta, antes del escritor, antes del erudito siempre… he antepuesto y valorado al hombre, su fortaleza de ser que mira de frente, que razona de frente, que te habla con la sinceridad de una ola y con la fortaleza del viento.
Quiero resaltar al hombre Manuel Urbano antes que al poeta. Porque no hay tantas buenas personas y éramos muchos los que lo idolatrábamos como persona excepcional. Pero también existe una enorme generosidad en su trabajo crítico y literario: el desgaste físico y químico que llevó a cabo a lo largo de su vida fue también para realzar, resaltar y enaltecer la obra de los demás. Y gracias a él surgieron escritores que habían quedado en el anonimato.
Siendo yo un joven estudiante de letras en la Universidad de Granada (todavía el dictador no había escrito su último telediario con crespones negros) cuando nos llegó Anillos a dos. Pero fue cuatro años más tarde, en 1976, cuando gracias a su obra Andalucía en el testimonio de sus poetas (una de las que más relevancia le dieron a su nombre en la Transición) supimos la dimensión intelectual de este valeroso amigo.
No será, sin embargo, hasta 1984 cuando definitivamente iniciamos una amistad en lo personal que ha llegado hasta su muerte.
Treinta años de una devoción y de un reconocimiento.
Fue con motivo del reencuentro en la Casa de la Cultura de Jaén con el escritor linarense José Jurado Morales, del que tan buenos amigos éramos ambos. Por entonces yo andaba en Barcelona impartiendo docencia y un día el amigo Jurado Morales (cercano ya a su fin) nos dijo al editor y escritor amigo José Membrive y a mí que le gustaría hacer un último viaje con nosotros  a Jaén (ya no volvió nunca más). Y lo acompañamos en este postrer viaje en que conocimos e iniciamos una amistad definitiva con Manuel Urbano, que fue entonces maestro de ceremonias en la última presencia de José Jurado Morales en Jaén.
Después vinieron muchos años de literatura y de intercambio de libros. Y gracias a su buen hacer la Diputación Provincial pudo publicar mi libro Aniversario de la palabra y mi antología Tránsito.
Este homenaje que hoy desarrollamos, efímero en su dimensión temporal, es de enorme efecto para valorar la obra del escritor que se nos ha ido, del amigo que hoy regresa aquí en su esencia como escritor.
Hoy me gustaría hablarles, aunque sea sucintamente, de su lírica, de algunas de sus obras, porque es la poesía (creo) al fin y al cabo lo que más sentido daría a su vida y su visión del mundo.
Manuel Urbano publicó el ya citado Anillo a dos (1972), Presencia y ausencias (1978), Pre-textos (1979), Grabado en la memoria  (1980),  Horno negro (1998), Paseos en Jaén (2001) y Camino de la nieve  (2007).
Su lírica ha sido definida por Antonio Hernández– como “festín verbal con notas barrocas y profundidad meditativa, fruto de una necesidad expresiva y verdad vital que, con un dejo de tradición incorporado en cuanto esta se hace placenta de vanguardias y se llena de rastros de humana melancolía, buscando la final salvación por el arte.
Su Camino de la nieve, por ejemplo, es un crisol poético donde arden los crepúsculos, las tardes de otoño y la oquedad de noviembre, una música violeta, ciertas preguntas con respuesta, el vuelo inmóvil de las horas, la profundidad oceánica del espejo, las hojas y el óxido de su cobre como harapos de ternura. Se trata de un libro donde se mira fijamente la desnudez del tiempo.      
Todos convendrán en que uno de los pensadores de este siglo que ha llegado a profundizar con mayor clarividencia en el lenguaje y su capacidad de simbolizar la realidad fue Wittgenstein. Fue él quien afirmó que “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo” y  quien llegó a decir que solo podríamos decir cosas sobre el mundo como un todo si pudiésemos salir fuera de él. En el Evangelio de San Juan I, 1 se dice que “en el principio era la Palabra, y la Palabra está junto a Dios, y Dios era la Palabra”. La palabra es un misterio, encierra un mundo, la percepción de la realidad o la irrealidad solo se construye con las palabras. De ahí que la palabra, como dice María Zambrano, exista antes de su aurora que es la escritura. Encerrar un mundo en unas palabras es un acto de osadía, pero cuando lo buscado es la propia palabra, el fulgor del lenguaje, estamos en presencia de la función metalingüística, de la metapoesía. La palabra no solo es el sujeto de la reflexión sino el objeto, el centro del poema.
Manuel Urbano siempre quiso rendir homenaje a la palabra y en su obra Horno negro (Diputación de Granada, 1998) adquiere especial relevancia. Pero  sería proteico reducir ese evento a una constatación conceptual. La palabra solo encierra el límite de un mundo, pero cuando este mundo es ella misma lo ilimitado de su discurso llena todo el poemario.
Con Fábula impia, el primer poema, se sugiere el mundo, más lleno de silencios que de percepciones y ese mundo es el cantar del alma. Con el último poema, Final, la palabra descansa “desnuda y limpia... en el papel” como un sacrificio del poeta. Hay en medio un trayecto por la existencia, el tiempo, el deseo, la percepción amorosa, una reflexión intelectual sobre la simbología del lenguaje y su capacidad de significar. Es en esa estética de horno donde se endurece y modela “la voz del hombre en el tiempo”. Ese horno del título es un lugar simbólico donde el escritor amasa su propia visión de la existencia a través del trigo de las palabras. Todos los matices sobre la capacidad expresiva del lenguaje caben en los versos de Urbano. Las palabras tienen sabor a lágrima, a raíz, a miel. También son humanas, se llenan de los efluvios del ser y no solo representan el amor, sino que son el amor mismo: “Sus nombres son ojos que las miran/ desnudas besándose en la boca”. Son la propia naturaleza y por ello “caen las hojas de las palabras/ y el verso tiembla desnudo”.
Manuel Urbano amplifica esos límites físicos y nos transfiere nuevas visiones, nuevas realidades sobre el hecho poético.
En otros momentos, y en un tono más cernudiano, la palabra adquiere el símbolo del cuerpo amado: “Palabras en los ojos/ su eco por los párpados/ en el orden de un poema donde rima/ el sonido enlazado/ de dos bocas/ amorosamente enmudecidas”. Y se hace cuerpo que llena la existencia y el tiempo del poeta.
El misterio de la expresión, el campo abierto de lo connotativo se va abriendo paso en la mente del lector que atraviesa las procelosas aguas de la creatividad como si conquistara nuevos mundos: la visión de la existencia solo cabe en el lenguaje de esta, como ya sugirió Wittgenstein. Si mi mundo es amplio la capacidad de expresarlo aumenta. Pero el verso siente y sufre y muere, igual que nosotros. Llenar de palabras el mundo es haber vivido. La escritura nos define y nos redime, pero también es sufrimiento y muerte. La dictadura del cuerpo es la de la palabra y su libertad y sumisión son el tiempo que le toca vivir al poeta: “El poeta busca su libertad en la sumisión de la palabra/ y la libertad de la palabra anida en su resistencia”. ¿De cuántas palabras se compone la vida, de cuántos silencios? En los límites de uno y otro nos encontramos nosotros en una eterna búsqueda. El poema no es un canto, es el caminar del poeta por la existencia, y uno y otro son el alma y el cuerpo de la escritura. Su gramática es la creación, la letra que nombra las cosas, la ternura o el odio, la muerte o la vida.
En su último libro, Camino de la nieve, se hace machadiano e íntimo con su reconocimiento del paso del tiempo, la nostalgia de lo vivido o la memoria de lo perdido, la soledad, la naturaleza en torno y la reminiscencia del corazón... En ella se sustancia el diario acontecer y todos los matices de la existencia que en él caben. En él amplía la lírica simbolista de Antonio Machado, Manuel Machado y Juan Ramón Jiménez en la que la trascendencia del lenguaje opera en la dirección de dotar al poema de una pujanza expresiva acogedora.
El concepto de pérdida se evidencia desde el primer poema, pero también de reencuentro en tanto se va y se viene por el camino del tiempo, por el camino de los afectos y los desengaños. La imagen del tú poético se hace sensual y tierna pero también el pasado con sus “arreboles fatuos del amor”, aunque la nostalgia se apodera de lo vivido en un camino que prologa una sublime decadencia lírica bien organizada.    La tarde, el otoño, la naturaleza mustia y decadente ostenta la presencia impertinente, de modo raudo, para conformar la propia vida y ese vacío de trinos y jardines, de triunfos y luces vencidas que se enjoyan en los límites de la subsistencia, en las lindes de la vida. Toda la geografía del encuentro adquiere entonces la presencia de la sustancia poética, su consistencia sonora. Urbano canta la velada trasparencia de lo elegíaco que se asoma al brocal desnudo del ser humano, y se hace una dentellada, un invierno profundo... en una simbiosis de versos en los que prenden los de arte menor de cancionero junto a los narrativo-descriptivos de corte prosaico y elegíaco en el que reconoce la apariencia de una constante: el dolor de ausencia y la relevancia de la clepsidra en su monótono caminar hacia la nada.
        Abunda lo pictórico y lo solitario, el silencio y el paisaje otoñal taciturno, la tristeza y el vacío como un camino de nieve, “y la sed, en un trágico/ juego”. Ese doliente aroma machadiano, esos campos de soledad, esos años caídos, ese paisaje que se identifica consigo mismo: “Mis años son paisaje de lejanías y ahora, ojos atrás...”. El escritor piensa en otra ilusión perdida, en otra ilusión vencida mientras el “corazón del tiempo/ late en voz de ceniza”.
    A través de su palabra la lengua se hace grande, se moldea sublime y alcanza enormes registros emotivos y líricos. Urbano adquiere una extraña asociación de afecto, intimismo, ternura y gráfica presencia lingüística, recrea la palabra, le da consistencia, fuerza, honor.
          La presencia deslumbradora del tiempo conforma el paisaje de una singladura que quisiera tocar a su fin en los espejos de abatimiento o en la obsesión del recuerdo. El campo semántico del dolor, del tiempo, de la memoria, de la decadencia se sublima con sus paisajes otoñales e invernales, con las constantes metáforas y símiles que adquieren una representación perturbadora y con ese nihilismo agotador que resume los sueños en nostalgias y ternuras pasadas, en reflejos de los que fue, en escalofríos o herrumbres de un latido que apenas es ya perceptible.
      Una gran obra lírica en la que Urbano ha mostrado que la lengua crece con el sentimiento, que la lengua es el principal vehículo para organizar la existencia, para vivir la vida en el libro, para revivir el pasado cuando la maestría se convierte en un cauce para expresar lo más profundo de lo que un ser humano lleva en su interior. Palabra y sentimiento, paisajes vividos, nostalgia de lo que fue.
Muchísimas gracias.



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