jueves, 6 de diciembre de 2012

REY TINIEBLA DE ANTONIO ENRIQUE POR F. MORALES LOMAS


REY TINIEBLA DE ANTONIO ENRIQUE (EDITORIAL ALMUZARA, 2012)


        No es una novela histórica Rey Tiniebla de Antonio Enrique (Ed. Almuzara, 2012). La tradición narrativa en torno a Felipe II ha sido rica en los últimos tiempos: en muchas de ellas los parámetros creadores nacían de la perspectiva histórica y de seguir las consecuencias de la teoría literaria de sir Walter Scott o en el caso español del reputado Pérez Galdós: la recreación de la historia a través de hechos novelescos, sin olvidar aquella perspectiva que, en muchos casos, acaba aplastando el rigor de la creación narrativa y de los hechos ficticios.
         Antonio Enrique adopta un punto de vista original, una representación novedosa, una configuración estética que sublima la esfera afectiva y conmovedora en detrimento de la histórica (apenas esbozada en trazos irregulares para dotar al conjunto de perspectiva, y nada más) en la relación que se establece entre Maltrapillo, el narrador que asiste al rey, y el propio monarca Felipe II y su mirada limpia, salvífica e incauta que ofrece un enfoque juvenil de la realidad cuando el mundo iba llegando a su fin; y también parcial, por cuanto siempre trata de salvar al rey en cualquier circunstancia, como cuando defiende su inocencia en la muerte de Escobedo.
           Me interesa destacar especialmente esta faceta porque los conocedores de la narrativa de Antonio Enrique sabemos que siempre existe en sus obras de calado histórico un elemento más consistente que lo puramente histórico que las dota de originalidad propia y les da su valor como personalidad diferenciada: la perspectiva simbólica de la fábula, la traslación a otros ámbitos, la introspección en los elementos que residencian el sentido de nuestra existencia, como pueden ser el amor, los afectos, la vanidad, la lucha por el poder, el odio… y sus correlatos. Son las grandes ideas lo que sostienen la trama argumental de sus obras, son los grandes principios rectores. La fábula (en el sentido aristotélico) sólo contribuye a dotar a su ideario de una repercusión plástica, sonora, visual… pero lo importante es la idea, como diría un platónico. Y Antonio Enrique lo es.
       ¿Qué hay en este personaje, Maltrapillo (verdadero coprotagonista de la historia), para que tenga esa entrega personal hacia el rey? ¿La gloria? ¿El dinero? ¿El ascenso social? Nada de esto existe. Lo que le mueve es un principio cristiano básico: la misericordia, la piedad, la indulgencia, la humanidad, la generosidad... Él no ve a Felipe II como el todopoderoso emperador. Él ve la humanidad de Felipe. Sabe que se está muriendo por el lugar más abyecto. Sabe que defeca continuamente. Que ha bajado definitivamente a la tierra o al infierno y se ha hecho hombre. Un hombre que está a punto de morir. Maltrapillo no hace el juicio de la historia aunque en un momento determinado (en ese alambicado espacio para la humanidad y la mentira) diga que las heces del rey son su poder. Tampoco a Antonio Enrique le interesa. Esto pertenece a los historiadores.
          Antonio Enrique ha querido crear la novela de la misericordia, de la humanidad, de la compasión. Y la sistematización teórica que toda novela conlleva, su estructura, su decurso narrativo,  la palabra y su organización como vehículo de las significaciones, la estructura del significante… en definitiva, está al servicio de esta causa. ¿Y cómo es el significante de Rey Tiniebla? A través de la voz del joven Maltrapillo que rememora en su magín los recuerdos de aquella época desde una situación actual vamos entrando en los últimos días del “Rey Tiniebla”. Aunque existe una narración lineal, ésta se ve trenzada de vez en cuando con la intromisión del monólogo interior del rey que invade el proceso narrativo de Maltrapillo conformando así una novela de sensaciones.
         Antonio Enrique ha querido construir más que una visión de época (que la hay pespunteada) una perspectiva sentimental, un enfoque de alucinaciones,  de sacudidas, de estremecimientos, de olores, de muerte… Hay una intemperancia escatológica que se alimenta de la singladura mortuoria y funeral que contribuyen a darle un realce épico sublime a esta muerte a través de los tres apartados: “Mundo”, “Entremundos” y “Trasmundo”.

ANTONIO ENRIQUE Y F. MORALES LOMAS (Arcos de la Frontera, 2009)

          “Mundo” (de unas cien páginas) da comienzo a la narración en junio de 1598 y nos presenta ese proceso de descomposición (las heces son el símbolo comprensible) del rey y la atmósfera que gira en torno a él. A Antonio Enrique le interesa destacar a “un hombre como los demás (…) Porque, sobre su dignidad de rey sufriente, emanaba una modestia que hoy, pasados los años, no dudaría en calificar de sobrenatural” (p. 75). El rey es llevado a El Escorial y en este trayecto el hombre es Homo Viator (Mundo), el símbolo también de la vida hacia la cercana muerte. Es la podredumbre lo que pone de manifiesto Antonio Enrique y su valor de humanidad. Sólo en esta indigencia nos humanizamos.
          El segundo apartado “Entremundos” (unas ciento cincuenta páginas) juega en el proceso entre la realidad, la memoria, la conciencia y las diversas pesadillas del rey. El pasado y el presente se unen en un extraño maridaje mientras se acerca el fin definitivo del rey con la muerte que concluye este apartado a medida que El Escorial como espacio, como tumba, se hace dueño del escenario creado. Se producen procesos de desdoblamiento y alusiones a la vida y la angustia del ser humano y la tendencia del narrador a estar en el meollo pero sentirse ausente, a ser invisible: “Lo que yo quería inspirar era invisibilidad, pasar desapercibido” (p. 136).
          No hay grandes sucesos, sólo el monótono discurrir de los días y ese trasiego entre la luz y las tinieblas antes de alcanzar la definitiva muerte. Y en ello el cuadro del Bosco como gran símbolo, El jardín de las Delicias: “¿Qué había pretendido el mago que pintó semejantes escenas de amor-pánico universal? ¿Qué hay en nuestra alma que no es humano? ¿Cuánto de bestias somos? (…) Con el tiempo, Villacastín me contaría que aquello era la apoteosis de La Carne, segundo enemigo del alma (…) Villacastín me dijo una vez que don Felipe gustaba de aquel cuadro porque le recordaba al Nuevo Mundo (…) o bien el mismísimo Paraíso Terrenal”.
         Y el tercer enemigo, El Demonio, acomodando al rey en su sillón-retrete. Y El Escorial como una gran casa, en soledad, en silencio: una tumba. En esta etapa intermedia los acontecimientos históricos aparecen como incisos: el fracaso de la Armada Invencible, San Quintín, Flandes, Antonio Pérez, los recuerdos de Isabel Osorio, de su madre, de María Tudor, de Isabel de Valois… Y aparece una teoría “curiosa” que defiende Antonio Enrique al considerar que “la mujer es el alma del hombre (…) Por eso inspira, la mujer, encantamiento, que es la expresión propia del alma” (p. 186).
        En el tercer apartado, “Trasmundo” (62 páginas), el rey ha muerto. Se produce lo que llama el vacío de la incertidumbre. Surge la España negra, la España de los grandes simbolistas de la oscuridad y de la novela se adueña de pronto el misterio de lo infefable, la pátina de lo incomprensible y aherrojado del mundo. Hay una cosmovisión que nos conduce de la realidad más mísera al misterio de la existencia. Y adquiere toda su razón de ser el Tríptico aludido. Surge la figura todopoderosa de Lerma, “árbitro de las liviandades”. El cuadro adquiere categoría de novela en su valor como pieza que representa una época. La pintura llevada al relato, hecha relato. Y germina otra figura del monarca desde fuera y desde dentro, analizándose y analizándonos. Hay toda una alegoría visionaria con la que Antonio Enrique pretende inducirnos a entrar en las grandes parábolas de su obra. Algo en lo que siempre ha insistido una y otra vez desde aquella mágica novela sobre la catedral de Granada, La Armónica Montaña (Akal, 1986).
           Esto le permite adentrarse también en la estela de la metaliteratura, el ensayo y la interpretación, al crear la Imago mundis de ese “Trasmundo” aludido, que adquiere un valor quimérico y visionario: “Dimos así en una caverna con aguas que irisaban las paredes por una poza que había en su centro (…) Y es que, hacia el sur, se abría un foso, bajo él un río, y tras el río, una pradera” (pp. 298-299). Una mirada cercana a la literatura quevediana de obras como Los sueños: El sueño del infierno, El mundo por dentro… De los que sigue incluso la huella lingüística. Aparece la fuente de la juventud, Proserpina, el deán de los Infiernos, Adán y Eva, el Redentor… y el espectro de don Felipe.
          El Bosco se adueña definitivamente de la obra y surgen las preguntas de ¿qué es Dios? o se interpreta el valor del placer, el libre albedrío… Y en su imagen, el Rey, ajeno al mundo, “almocafre o azuela en mano, aplicado al bancal” (p. 314).
         Toda una categorización del universo de Antonio Enrique que, en una línea descendente, vendría de la obra de Dante y sus proyecciones metafóricas y visionarias, con la que el autor granadino no sólo crea literatura adquiere un principio de valorización humana y ética en torno a la retórica del mundo: su visión sobre él y su interpretación figurada de la vida y la muerte.
             Su lenguaje culto, a veces arcaico tanto como venerable en usos de otra época, contribuye a incidir en el valor alegórico y sintomático de la lengua como fuerza sorprendente que ayuda a expresar una situación. Cada palabra es medida y sopesada por Antonio Enrique, que no deja nada al albur de su narración.
          Una obra, en definitiva, heterodoxa y muy diferente a lo que existe en el panorama actual. Original, pues, y efectiva. Una visión que no es nueva, pues nace en el mismo instante en que Antonio Enrique entra en la narrativa con su obra La Armónica Montaña, con la que inicia una de las visiones más originales e incontestables de la narrativa contemporánea. 

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