martes, 31 de agosto de 2010

LOS VIENTOS (1970) DE RAFAEL GUILLÉN POR MORALES LOMAS

Rafael Guillén


(El comentario que a continuación puede leer pertenece a una de las obras de poesía amorosa del gran poeta granadino Rafael Guillén, Premio Nacional de Literatura. Es un anticipo de un amplio estudio sobre la poesía de Rafael Guillén que se prepara en estos momentos. El lector tendrá cumplida noticia de la extensa antología que se prepara y de próxima publicación).

Los vientos (1970) va dedicado al poeta Gustavo Adolfo Bécquer en el primer centenario de su muerte. Está conformado por cuatro apartados que llevan el nombre de los plurales vientos de la mitología de los que Eolo proveyó a Ulises: “Céfiro” (viento suave del Oeste, purificador y fructífero), “Noto” (viento caliente del Sur que trae la destrucción), “Euro” (viento del este que trae calor y lluvia) y “Bóreas” (viento fuerte y frío del Norte). Vientos simbólicos para una obra que mira tanto hacia fuera como hacia adentro, a la amada como al mundo creado en torno a ella y sus correlatos. Conecta en su esencia con Pronuncio amor (1960), pero frente a los poemas de entonces con una carga intelectual evidente, mucho más apegados al ritmo de los intertextos, Los vientos se encabritan en una sensualidad recobrada en la que la mujer aspira a una animalidad vibrante y encendida, al menos en sus comienzos: “Como potranca altiva emerges, saltas”. Es una mujer-cuerpo, una mujer-agua, mojada en la divisa de su claridad de mar, una muchacha, quizá una amiga, siempre amada, siempre anhelada, siempre apremiada por el tacto y sus contingencias y que como una gacela resulta lejana en su cercanía, en su pecado y en su cosmos de caderas. A veces, puede nutrirse del don de lo angélico mientras el eco de la pasión lo contamina todo. Mucho de prohibición, de coto vedado, “de mi carnal deseo, que buscaba/ tu océano como un ancho/ Guadalquivir de soledad”. Hay una expectación de encuentros, de acercamientos, de carnales mentiras y también de símiles que la inserten en una naturaleza que brama y regurgita en su esencia etílica: “Mi amor en cada uva y yo esperando/ ese primer crujido entre tus dientes”. Mucho de aspiración sensual y choque amoroso, de deseo que vaga en sus andares, de dulzuras interiores que se agitan, y siempre la constancia del amador y la espera en el deseo:

Porque conoces mi constancia, antes
De conocerme, plena
Hembra instintiva, surcas, sobrenadas
La vastedad de mi deseo, agua
Impersonal, incorporada al ancho
Caudal del hombre opuesto,
Que la mujer, en ti representada,
Precisa para ser.

Una pasión amorosa que se traslada al ciclo animal o vegetal o mineral, con la misma naturalidad que el sol calienta o hay una necesidad de sentirse querido. Hay una voluntad metafórica de trasladar una imagen de patio andaluz con palmeras o de calle estrecha o con naranjos en ese cuerpo de la amada que nos acoge. Y también en su definición de verdad última, única y verdadera. Es una amada cándida, es un amor que germina y se adensa y emana vibrante, una sobredosis de jadeos y ascensión que alcanza a decir al poeta en esa deificación con emanaciones propias del amor cortés: “Sólo existo/ para que puedas descender un poco”. La amada lo es todo, es una “mujer encastillada por el aire”. Pero ante la que se teme que sea el amor desmedido y pueda un día acabar con ellos pues “el temor habita todo aquello/ que amamos demasiado”.
Hay mucho de irrealidad y de imaginario poético, también en esta construcción de la amada, en su sensatez y corduras diarias (¡quién dijo amor loco!), en una razonable sed de amor que se hace misteriosa en la tarde, y que, como en tantos poemas de Bécquer, surge la mujer-misterio, la mujer-aire, una mujer en la niebla y a la espera.
Pero si esto es así en los dos primeros apartados, en “Euro” hay una imposibilidad de amor, un temor de amor, una pereza, una inconsistencia del hecho amoroso que no resuelve nada, que todo lo limita en sus costumbres, en sus hábitos, en sus permanentes rejas: “Todo es engaño, por tu amor; aún menos:/ verdad que no trasciende”. Y en ese proceso el deseo ya se hace contingente, se configura como “un órgano de piedra, tallado por los siglos”. Y puede haber una mentira consentida, la mentira del rito que sopesa las oscilaciones de la desgana y el tedio, y surge incluso una penosa imagen de amor que nada tiene ya de anticipo de vida, sino de verdades impulsadas por la tristeza: “Hay un tiempo que entonces se desliza/ muy fuera de los dos, como evadido,/ y otro que queda dentro y se eterniza”.

Rafael Guillén, Morales Lomas y José Antonio Santano (Almería, 2008)

La descolocación del amor. No está donde lo encontramos, apenas si es un recuerdo o una alcoba en un hotel de provincias. Acaso una mirada, algo que, en realidad, no era amor y ahora lo comprendemos todo con tristeza: “Y era/ algo frío, consciente,/ que no era amor, pero que se cuidaba,/ con cierta minuciosa/ solicitud…”
El poeta busca en la amada una solución vital, pero en el fondo su indagación también lo es hacia su propio interior. Así dirá en “La última ternura”:

He vuelto rastreando un rinconcito
Del sol aquel, sin él, donde sentado,
Acurrucado, sienta
Llegar alta y despacio, hasta envolverme,
Toda esa nada, o Dios, que me ha venido
Persiguiendo, acosando, por los sitios
Donde buscaba lo que sólo existe
Dentro de mí; lo que ahora, tarde, aprendo
Que sólo estaba en mí y en mi otra forma
Que eres tú, rodeando
Mi soledad, como un gozoso espejo
Que devolvía nuestra luz y, a un tiempo,
Nos aislaba del ruido y la existencia.

Y trata de ofrecernos claves existenciales, porque el amor si es sólo cuerpo no es amor. Pero no había allí amor, sino más bien una inquietud de viento, una zozobra, “pavesas de la tarde” en “pedregosas torrenteras”. Si acaso un no rotundo de la amada, un no silencioso y lejano, un no que inundaba las fuentes de la amada, su oscuridad ahora de roca. Sin embargo, el poeta necesita de ese algo de la amada, de eso “que sólo en mí gravita”, algo indeterminado y nebuloso.
En ese tránsito, el tiempo también destruye el amor (“el ámbito vacío/ que tu amor ocupaba y es ya pasto del tiempo”), lo endurece, lo nihiliza, lo llena de bóvedas y ruidos, y ya se conforma en un símbolo de silencio y ausencias. Y el llanto acude impreciso, como una respuesta al deseo que se consume en la hoguera del odio, en un extraño maridaje antitético de sensaciones cruzadas en un aire misterioso que en sus símbolos acude al espacio andaluz y la música:

Te estoy queriendo con el son gitano
Que ignora y que maldice, y te devuelvo,
Con un arranque de gemido, toda
La soleá, que es tuya; lo más hondo
De la feroz ternura que me diste:

No pido a Dios más castigo
Que, cuando duermas con otro,
Estés soñando conmigo.

Esta indagación permanente del poeta puede llevarlo al infierno del adiós o algo peor todavía: a contemplar a la amada como a la muerte. Una aglomeración de llantos que no perdonan la existencia, que se detienen en la aflicción y el pesar, únicos vencedores siempre. Y si, en otro tiempo, el polvo de amor era polvo enamorado, ahora es polvareda de la huida, un dolor de deserción, de un sueño roto en una calma hueca. Y el poeta se siente disipado, en una “soledad ermitaña”, recordando lo que pudo ser, confundiendo la vida con la muerte en un extraño juego de espejos en el que se contempla a sí mismo, en un paroxismo de pérdida y desconocimiento: “Es posible que existas, pero no te conozco/ cuando cede la tarde y suena una campana”.
Todo un mundo para el gozo de los dos primeros apartados, para el llanto y el dolor de ausencia en los dos segundos, resuelto en el postrero poema, “La última ternura”, como una invocación a la memoria y todos aquellos restos y apósitos que nos dejó en sus veleidades con el paso del tiempo, su gran aliado. De ahí la necesidad de mantener el ritmo del poema sobre la anáfora y el paralelismo en torno a la vuelta: “Hoy he vuelto al lugar… a aquel pedazo diminuto… rastreando un rinconcito… por ver lo que queda… donde la vida/ un día se me puso/ de pie, donde bastaba/ para vivir, oír caer la lluvia…” También una vuelta a la mirada, como Orfeo volvía hacia Eurídice porque sólo en ella se podía alcanzar el único sentido de la existencia, en su inmensa paradoja de muerte y evanescencia en el aire. De ahí que el poeta se aventure decididamente por el camino de la memoria para redimir la existencia. Y aspire, aunque sólo sea temporalmente, a esa imagen del “calor casi infantil”, del “temblor de una cama deshecha”, de “la vasta ternura”, o de “todo lo grande y lo bello”…
Pero sobre todo mirando hacia su interior donde sólo puede hallar realmente el amor ese que soñó y en su interior dormía.







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