sábado, 17 de octubre de 2009

CARTAS DE LA «REINA RECLUSA» EMILY DICKINSON POR F. MORALES LOMAS




Emily Dickinson, Cartas (Edición y traducción de Nicole D´Amonville Alegría), Lumen, Barcelona, 2009, 294 págs.

Eligió vivir encerrada. Su cárcel mágica fue su casa, la casa de Amherst (cerca de Boston, EE.UU) donde tantas personalidades influyentes se reunieron en otro tiempo y donde hablaba a las pocas visitas que se acercaban a través de una puerta entornada. Emily Dickinson, una de las grandes mujeres del siglo XIX, vivió la poesía y las cartas con una premeditada alevosía, una alevosía literaria y perfeccionista. Su sensibilidad es extraordinaria y también ese desapego (que no al mundo, pues lo vivió intensamente desde su encierro) sino a las cosas. Si acaso, como ella misma escribió en una carta de 1883: “La Crisis del dolor de tantos años es lo único que me cansa”. Porque, aunque no admitiera ser visitada por nadie consecuencia de su estado depresivo permanente («postración nerviosa», decía el médico; acaso heredado de su madre, de la que dijo que nunca la tuvo) desde aproximadamente 1861 hasta su muerte el 15 de mayo de 1886, sí escribió múltiples cartas a gran cantidad de personas y su correspondencia fue relevante (también su amistad) con poetas de la época, por ejemplo, con Helen Hunt, la poeta norteamericana más célebre del momento.
Sus más de mil setecientos poemas y más de mil cartas muestran que el encierro no supuso alejamiento de la vida sino todo lo contrario, vivirla profundamente, en intensidad y fortaleza. Su casa era la casa del corazón, la casa del alma... pero también la tumba. Y fue su autoprivación lo que eligió siguiendo un cierto espíritu calvinista inherente a la familia.
Cartas en edición y traducción de Nicole d´Amoville Alegría, con abundantes notas a pie de página que ofrecen claridad sobre circunstancias y personajes. Estas ciento una cartas son un muestrario de esas mil a las que aludíamos y una inmersión en su mundo. No se muestra en ellas depresiva sin todo lo contrario: vital y activa, muy abierta al mundo, a su observación, a su contemplación. El amor ocupa en ellas una importancia total, sobre todo a raíz del descubrimiento del que fue su gran amor, el juez Otis P. Lord, fallecido dos años antes que ella y al que le dirige unas apasionadas palabras. Un amor correspondido aunque Otis tuviera mujer, que falleció de cáncer en 1877. Hombre inteligente, cultivado y exquisito al que Emily confiesa amar y del que dice, por ejemplo: “Encarcélame en ti –pena rósea- hilvanando contigo este bello laberinto, que no es Vida ni Muerte- aunque tiene la intangibilidad de una y el arrebol de la otra- despertar por ti el Día vuelto mágico contigo antes de irme”. La historia amorosa de Emily Dickinson, sin embargo, ha sido confusa porque se ha transmitido la idea de su lesbianismo, a partir de un desengaño amoroso. También se habla de otros amores: Samuel Bowles, Charles Wadsworth, Otis P. Lord (todos ellos permanentes en sus cartas) y alguien no identificado. También se ha hablado con profusión de que esta vida pasional estuvo reprimida. Puede ser. En cualquier caso, la palabra de Dickinson en estas cartas es vehemente, misteriosa, simbólica, críptica a veces, pero siempre vital. Es curiosa esta paradoja en una persona que estuvo recluida toda la vida por voluntad propia: “De tener menos que decir a aquellos que amamos, a lo mejor lo diríamos con más frecuencia, pero viene la tentativa, luego la inundación, luego todo ha terminado, como decimos de los muertos”. Misterio, sugerencia, fervor de la palabra.
La capacidad para impresionar, para esbozar ideas, para crear un misterio en torno a la palabra es una de sus grandes virtudes como escritora, que no es ajena al escrupuloso uso de la lengua y a no caer en los tópicos y usos comunes del momento romántico o al realismo en ciernes. Las Cartas muestran una creencia extraordinaria en las personas y, sobre todo, en los afectos; desde esas cartas iniciales de 1842, con apenas doce años, cartas largas, engoladas y con faltas de ortografía, a las más contenidas, sugerentes y perfectas de la madurez donde el sentimiento no se pierde pero la lengua se transforma para transmitir la profundidad de las cosas, su sentido último.

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