domingo, 23 de noviembre de 2008

EL TESTIGO DE LOS TIEMPOS DE FERNANDO DE VILLENA POR FRANCISCO MORALES LOMAS



Hace unos años, Antonio Prieto escribió una travesía por el tiempo, Una y todas las guerras, galardonada con el Premio de la Crítica de Andalucía. Se insertaba en ese tipo de novelas que abarcan un prolongado espacio temporal, desde la antigüedad hasta el momento presente. En este caso bajo el pretexto de las guerras o la guerra.
El testigo de los tiempos (Ed. Quadrivium, Girona, 2008) del granadino Fernando de Villena está en la órbita de esta tipología narrativa que pretende abarcar un amplio espacio temporal objetivando la humanidad, creando la historia colectiva, ofreciendo una visión global y espacial desde la experiencia del protagonista, desde el anecdotario narrativo del narrador y los lugares por los que transita.
Existe una clara voluntad de organización sistémica al dividir la obra en cuatro partes (el cuatro como número cósmico que expresa el orden natural) con los títulos de “Edad Antigua”, “Los siglos oscuros”, “El mundo nuevo” y “El fin del mundo”. En cada una de ellas, a su vez, hay siete subcapítulos (de nuevo el mágico número siete como número de la perfección: la deidad y todo lo creado) con el nombre de las ciudades protagonistas en donde se desarrollará la acción en momentos diversos seleccionados por el escritor: Jerusalén, Atenas, Alejandría, Iram, la de las columnas, Cartago, Roma y Constantinopla serían las ciudades correspondientes a la primera parte.
En total son veintiocho ciudades. La última de todas es Jerusalén, también la primera (existe una voluntad de circularidad y perfección pues la novela se construye desde la analepsis mientras el narrador espera la muerte: “Han llegado los días últimos de la especie humana y con ellos la hora de mi descanso. Os narraré todo desde el principio. Prestadme atención”); la penúltima, Granada. Sin embargo, entre ambas se produce una fusión. Hay mucho de sentimentalismo personal en esa unión y también en esta construcción en la que selecciona ciudades-prototipo de la Humanidad como pueden ser Córdoba, Nueva York, San Petersburgo, Toledo... Pero hay también una voluntad ideológica final (cargada de sentimiento) al cerrar la novela con la palabra Jesucristo mientras el protagonista espera la muerte, y añade: “Es Jesucristo quien tiende su mano con el pan... ¡Jesucristo!”. Dando a entender que sólo a través de él está la salvación de la humanidad, y, como dice en otro momento, a través también del desarrollo personal: “El único perfeccionamiento posible era el individual y aun así resultaba tan difícil de conseguir que muchos fracasaban en el intento”.



La organización y distribución genera la autonomía de las partes. Cada una, de hecho, posee su propio desarrollo soberano. De modo que la obra se puede leer como una multiplicidad de pequeñas historias independientes, casi como relatos breves, en una línea bastante cervantina. El único elemento que une este recorrido por la historia de la humanidad es el protagonista de la obra, Juan o Ahshaverus, un personaje mítico, el zapatero judío que, despreciando a Jesús cuando se dirigía con la cruz al Gólgota, será condenado a no morir y a recorrer la historia de las ciudades durante dos mil años.
Esta alegoría de la humanidad le permite a Fernando de Villena construir el libro de los libros, un libro de bibliófilos, un libro de muchas lecturas y bastante erudito por el caudal de información que vierte en él (y, sin duda, didáctico por su afán en transmitir múltiples enfoques), disperso e imaginativo, entreverado de lecturas, fragmentario, con un léxico a veces arcaico o con voluntad de serlo, ligero en la trama compuesta al tiempo de pequeñas y breves historias, y de múltiples personajes que van apareciendo y desapareciendo en ese gran río que es la novela. Novela-río que va pasando por lugares tan diversos como América, Europa y Medio Oriente; en definitiva, todo lo que se ha dado en llamar la cultura occidental con la que, a veces, se muestra muy crítico. También consigo mismo el narrador se muestra crítico y pesimista: “Hemos aprendido lo que este mundo valora. Nos avergüenzan nuestras imperfecciones y casi ya sólo deseamos salir discretamente con cierta dignidad de esta gran farsa que es la vida”.
El testigo de los tiempos (que según el autor es su mejor novela y la más ambiciosa) tiene elementos propios de diversas tipologías novelísticas: aúna los rasgos de la novela de aventuras en los continuos lances y cambios de escenario y también, en cierto modo, una variante de la novela bizantina como la practicada en el siglo XVI por Jerónimo Contreras en Selva de aventuras o Lope de Vega en El peregrino en su patria. Pero no se queda ahí, porque también hay mucho de la novela simbólica, de la alegoría novelística en la que el protagonista, homo viator, sigue la travesía vital hasta que la muerte está cerca, en una línea que puede estar próxima por momentos al Criticón. La novela de viajes estaría presente en esa voluntad de determinar la razón de la intriga en función de un lugar geográfico que condicionará los elementos narrativos. Y, por supuesto, también la novela histórica (son muchos los lances históricos heterogéneos que se encuentra el lector), la novela costumbrista (en su afán por lo acentuado del color local de cada ciudad, la sucesión de elementos propios del sitio en cuestión: arquitectura, costumbres, formas de vida...) y la novela sentimental pues son continuas las situaciones amorosas a las que tiene que hacer frente Juan o Asheverus.
El testigo de los tiempos es, en definitiva, una novela que aporta una visión global, un resumen de la historia de la humanidad cargado de pesimismo y crítico, finalmente, con el capitalismo triunfante: “Y quienes se hallaban detrás del gran capital y de todas las disposiciones referidas no eran sino 200 personas. Esas 200 personas que poseían más de la mitad de la riqueza del planeta, las que quitaban o ponían presidentes o dictadores a su antojo en cualquier lugar del mundo, incluido los Estados Unidos...”

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