viernes, 4 de abril de 2008

JUAN MANUEL GONZÁLEZ, PREMIO GIL DE BIEDMA, CRÍTICA DE MORALES LOMAS


TRAS LA LUZ PONIENTE (Ed. Visor, 2007)


La singladura del tiempo y el trasiego geográfico entre España y Portugal forman la urdimbre
sistemática de “Tras la luz poniente”, un nombre que concita también un aire simbolista y crea
una especie de simbiosis al uso entre el yo poético y el espíritu que anidó en una época muy
conocida de la historia literaria, la que corresponde al simbolismo y la generación del 98, un
periodo del que es especialista el profesor, escritor y crítico Juan Manuel González.
Si la voluntad de estructura circular está presente en el libro, también la conjunción de un proceso amatorio que iría desde la percepción personal hasta la puramente social, creándose una especie de mixtura entre los elementos propios y los ajenos, a través de la extensión y la singularidad de la geografía y los paisajes que formulan un aspecto cohesivo. Unamuno, que tanto trascendió en su obra por tierras de España y Portugal, puede convertirse en un referente necesario, pero también la distancia con la que el escritor contempla su propia creación y la organización de su mundo visual, de la que participa en gran parte esta obra, hecha de pinturas e imágenes, cuadros de una época.

El camino de Antonio Machado llega a través de esa imagen del poeta que se echa al mundo con la contemplación del sabio y la alteridad como previsión probable: “Caminar, sin conciencia de vida, sin conciencia de muerte”. Y al final, Castilla, como oda, como excitación de la vuelta. Esta marinería por las tierras de España y Portugal sería en palabras de Gerardo Diego una navegación espiritual pero también hacia lo eterno, teniendo la posibilidad de una guía luminosa que encienda la voz y la conciencia del poeta. El lector puede reconocer lugares, espacios, dejarse guiar e iluminar por la palabra de González. Pero en determinados momentos la singladura se conforma en memoria y le hace hablar al poeta de otra época: “Siete años después, mientras mi padre cepillaba su uniforme,/ supe que el general había ganado una guerra,/en la que uno de mis abuelos había sido liquidado por la espalda,/ y otro, con más suerte, condecorado tras un combate entre espigas”. Los perdedores y los ganadores, y siempre perdiendo la misma familia.

La presencia del paisaje y de la victoria de los elementos naturales es tan grande que, en ocasiones, no los habita ser humano alguno, adquiriendo, junto al ritmo del versículo, una fuerza épica por sí mismos: el viento, los espinos, los halcones, las tormentas... Esta presencia del espacio permite la horma descriptiva y la visualización de la tierra y su geografía, paisaje recio, nevado, frío..., quizá un paraíso arrebatado. A medida que su verso transcurre por tierras de Ávila, Aldea del Obispo, Almeida, vamos descubriendo un lenguaje pegado a la tierra, una forma de construcción vital, una exaltación de la sangre, del férreo valor de la creación. A veces el poema se tiñe de nihilismo, de ironía bélica, de montañas oscuras y siluetas que desbrozan los sueños, y el silencio, y la reconstrucción cultural, y un vocativo que sirve para conversar, un referente que ambienta la construcción de la naturaleza: “Transparente, llama del mejor sentimiento,/ te abres, vanguardia de sol blanco, alboroto de alhelíes,/ que crece, tenue, protector, ante la quietud del estuario”. Los jardines interiores vuelven, los niños (aquel que fuimos), pero en este despliegue de memoria acaece la muerte, “un viejo columpio, inmóvil”. Se recrea en la posada “Lawrence's” y Byron y Eça de Queiroz, y con sus imágenes de gran solvencia estética construye el pulso férreo de su camino, que a ratos se deja conducir por la melancolía del ambiente y la tristeza: “Si no fuera por la tristeza profunda/ que despunta en la ternura de tu boca,/ te pediría un trozo, pequeño y cortante de infierno”.

Junto al ventanal de las intertextualidades, la mujer o la muerte, se apodera de algunos versos, la memoria que trata de construir, el recuerdo personal (“llaves del recuero”), la espera, a pesar de los templos quemados con todos sus símbolos, vitales o mortuorios, produciendo una interacción entre el paisaje y él mismo: “Cuando el silencio solo es vacío,/ y despacio, muy despacio,/ se despliega, ramas desnudas de avellano, dentro de mí”.

En definitiva, un buen poemario para un buen premio que concede pleitesía a uno de los poetas contemporáneos más importantes del actual panorama.

González, Juan Manuel: “Tras la luz poniente” (XVII Premio J. Gil de Biedma), Visor, 2007, 63 págs.

(Este comentario crítico lo puede encontrar también en la siguiente dirección del suplemento Libros de La Opinión de Málaga:

http://media.epi.es/www.laopiniondemalaga.es/media/suplementos/2008-05-24_SUP_2008-05-03_00_23_55_libros.pdf

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