martes, 5 de febrero de 2008

NARRATIVA DE MORALES LOMAS

PRODUCCIÓN NARRATIVA DE MORALES LOMAS HASTA 2008

2.1. Libros de relatos

El sudario de las estrellas, Ed. Corona del Sur, Málaga, 1999.

Juegos de goma, Colección Kylix, Ed. Libros Encasa, Málaga, 2002.

La abuela (I) (relato), Papel-Literario Revista Digital de Literatura y Crítica Literaria, núm. 80, 17 de agosto de 2004.

La abuela (II) (relato), Papel-Literario Revista Digital de Literatura y Crítica Literaria, núm. 81, 24 de agosto de 2004.

Alemania (relato), Papel-Literario Revista Digital de Literatura y Crítica Literaria, núm. 132, agosto 2005.

Un intruso en el cielo en Andalucía, naturaleza y arte, Consejería de Medio Ambiente de la Junta de Andalucía, 2005, pp. 127-136.

El regreso en Historias republicanas, Prólogo de Rosa Regás, Liberman Grupo Editorial, Jaén 2006.

El laberinto de la esperanza en El tam tam de las nubes, Colección El Defensor de Granada, Caja Granada, 2008.

Tesis de mi abuela Ed. Aljaima, Málaga, 2009.


2.2. Novelas

Candiota, Editorial Sarriá, Málaga, 2003.

La larga marcha, Editorial Arguval, Málaga, 2004.

El extraño vuelo de Ana Recuerda, Ed. Alhulia, Granada, 2007.



TESIS DE MI ABUELA Y OTROS RELATOS DEL SUR






EL EXTRAÑO VUELO DE ANA RECUERDA


Ed. Alhulia, Granada, 2007.








LAS PINTURAS NEGRAS DE GOYA
Y EL EXTRAÑO VUELO DE ANA RECUERDA
DE F. MORALES LOMAS

Juan Jiménez Padial


F. Morales Lomas, actual presidente de la Asociación Andaluza de Escritores y Críticos Literarios que concede anualmente los Premios Andalucía de la Crítica, es un escritor versátil. Ha desarrollado su campo creativo tanto en la lírica como la narrativa, el teatro y el ensayo, aunque es verdad que de forma desigual porque su producción dramática, por ejemplo, apenas si es conocida.
El relato, la narración, de hecho fueron en su origen uno con la poesía (después llegaría el teatro) y desde que era un adolescente escribió relatos y prosas, según me ha comentado. Algunos libros de aquella etapa juvenil por ahora siguen estando inéditos: La mala pipa, Los parques del cielo o Los breviarios de Wítember.
Sin embargo, la mayoría se han publicado: dos libros de relatos El sudario de las estrellas y Juegos de goma; y otros como El regreso (publicado en Historias republicanas), Un intruso en el cielo (en Andalucía, naturaleza y arte), Subida al cielo (en Árbol de bendición) o El laberinto de la esperanza y Tesis de mi abuela (que se publicarán en breve), etc. También se han publicado las novelas: Candiota y La larga marcha.

El extraño vuelo de Ana Recuerda cierra una trilogía sobre la Transición, y en ella hay que incluir también Candiota (Ed. Sarriá) y La larga marcha (Ed. Arguval). En ellas se suceden los años que preceden a la muerte del dictador hasta la llegada de la democracia y las elecciones democráticas después de cuarenta años. Se produce en su desarrollo una gestación de individuos, una formación de individuos que todavía no están plenamente acabados, construidos, que están como en un proceso de creación, como en procedimiento de formación como seres humanos. En algunos casos, como el protagonista de Candiota, son seres ajenos a la sociedad, ésta no les interesa como tal cuando no están decididamente a luchar contra ella. En otros, como en La larga marcha, son sencillamente individuos perseguidos por las leyes, individuos que huyen y en los que se invierte la carga de la prueba. Son ellos, los acosados injustamente, los que tienen que demostrar que no son culpables y tienen la responsabilidad de la carga de la prueba. En El extraño vuelo de Ana Recuerda son individuos que todavía alegóricamente reproducen la imagen del cuadro de Goya “Duelo a garrotazos”, que pertenece a la segunda etapa de su producción: las pinturas negras. El espectador, en el cuadro, puede ver a dos hombres que luchan con garrotes de madera, pero no pueden mover las piernas por estar hundidos hasta las rodillas en arenas movedizas. No se puede evitar esta pelea, que va a terminar con la muerte de uno de los dos. Uno de esos dos muertos inicia la novela El extraño vuelo de Ana Recuerda, en la que sus personajes están también enquistados en dos bandos que no pueden mover sus posiciones, bandos que no representan en ocasiones ningunas ideas sino posiciones antitéticas y, a resultas, trágicas.
Las arenas del país fueron y han sido inestables. Sin embargo, la proyección estética de esta novela lo que presenta es una traslación del mundo trágico de origen griego a una sociedad encerrada en la montaña, en su propia geografía, una sociedad que te anima a entrar por su belleza exterior pero de la que no puedes salir una vez que has entrado, como le sucede a la protagonista de la novela, Ana Recuerda, que se aleja a Cártugos para olvidar, precisamente ella, que lleva en su apellido la memoria. Sospechamos que la novela, desde este ámbito, adquiere en consecuencia un gran protagonismo, a pesar de estar inserta en ese ámbito de la Transición al que me refiero, un ámbito de la sociedad española casi a medio crear, como los personajes de El extraño vuelo de Ana Recuerda, a los que podríamos considerar precoces sociales, aprendices de demócratas, en buscar de ser alguien.
En aquellos años todos aprendían algo (se ve que todavía estamos en ello) y los personajes de El extraño vuelo de Ana Recuerda estaban en proceso de gestación, de construcción, como esa metáfora, esa alegoría del escultor que ve cómo progresivamente su escultura va saliendo de la piedra, y, sin embargo, todavía forma parte de la misma, todavía forma parte de su pasado, de sus rémoras, de sus atavismos, de su código genético de hombres de Cromagnon. Los personajes de El extraño vuelo de Ana Recuerdan están atados a su pasado, a sus demonios familiares y sociales, a sus atavismos, y no pueden crecer, no pueden salir de la piedra, no pueden ser personajes en busca de un autor, son medio-personas.
En un artículo publicado en El País el día 27 de octubre de 1981 por el escritor José Antonio Gabriel y Galán titulaba “La inenarrable adolescencia española” y decía, entre otras cosas, que “su adolescencia perdura a través de los tiempos: siempre trata de encontrarse a sí misma y en ese vano intento se pierde cada vez más. Suele poner en marcha una esperanza cotidiana en la que confía más que en cualquier providencia infalible. Una esperanza que funciona sola y que le mantiene satisfecha. Después de cuarenta años se murió el padre, en muerte largamente anunciada y deseada. Parecía evidente que tal golpetazo haría reaccionar a la sociedad española instándola a una madurez aún posible y fecunda. Y no. Siguió aferrada a la adolescencia, es decir, al reino de la provisionalidad. Hay quien piensa que arrastra el trauma de no haber sido capaz de matar al padre… Quiere dotarse de un nuevo padre, por propia voluntada… y anda haciéndole carantoñas al Rey, musitando salmodias al Rey, para que se convierta en padre…” Ya ni eso.
Con El extraño vuelo de Ana Recuerda, a través de sus casi cuatrocientas páginas, desentraña también la alegoría de este país a través de una serie de personajes en los que se concentrará coralmente esa búsqueda, esas ansias de libertad, de seguridad, de esperanza, de felicidad, esa necesidad de desprenderse de los genes que los ataban al pasado, que los mantenían sujetos a los dos garrotes y con las piernas clavadas en el fango de las propias miserias de individuos y de país.
Y para construir esa parábola de esa transición se sitúa en un lugar mítico, en un territorio literario creado ex profeso: Cártugos. No es nada nuevo, Vetusta para Clarín, Oleza para Miró, Macondo para García Márquez; Región para Juan Benet; Celama, para Luis Mateo Díez; Mágina para Muñoz Molina… Algunos críticos han querido identificar este territorio literario con Pórtugos en La Alpujarra granadina, pero no es así. Es un lugar de La Alpujarra granadina, pero un lugar aislado, como lo fue España durante tantos años, sumida en la autarquía económica pero también en la de los sentimientos, las emociones y la reflexión vital.

En El extraño vuelo de Ana Recuerda, en cierto modo, está profundizando en los fantasmas del cainismo español tradicional y en la necesidad de una permanente búsqueda de la esperanza y la felicidad, no sólo personal sino social. Sus personajes parecen extraídos de un sueño, formando un enjambre, una colmena de seres enfrentados, de historias tenebrosas y llenas de imposturas en el que cada uno juega quizá el papel que no le corresponde. Una novela que profundiza en la condición del ser humano y se deja conducir por la realidad y la sugestión imaginaria de sus demonios interiores.
El escritor y crítico Fernando de Villena ha dicho que El extraño vuelo de Ana Recuerda es un «hito de la narrativa actual andaluza.» Salvador Compán la ha saludado como una buena novela y Juan Campos Reina como una novela que remoza el mito insertado en las tragedias griegas.















CANDIOTA

Málaga: Ed. Sarriá, 2003.







PELÁEZ, Esperanza (2003): “La transición vista desde abajo” en El País Andalucía, 25 de junio, p. 10.

“Aunque no se haya derramado sobre ella tanta tinta como sobre la Guerra Civil, la transición española es una mina literaria en la que algunos autores empiezan a descubrir vetas prometedoras. Candiota, la propuesta del escritor jiennense afincado en Málaga, Francisco Morales Lomas, se asoma a esa etapa apasionante desde abajo; desde el prisma de personajes marginales que deambulan por las callejas menos nobles de una Granada que empieza a respirar tras la asfixia del franquismo.
Sin embargo, el viaje hacia la luz de la ciudad y de la sociedad es exactamente el inverso que el que recorre el protagonista, Roberto Tocino, un muchacho de origen rural que, como tantos en las décadas de los sesenta y los setenta, emigra con su familia a la capital, donde su padre ha conseguido un trabajo de portero en un antro nocturno.
Roberto, fascinado por embrujo de la noche, se convierte en reyezuelo de ese mundo aparte, poblado por prostitutas baratas y resabiadas, artistas fracasadas y empresarios broncos y pervertidos, dispuestos a saldar un quítame allá esas pajas a golpe de cuchillo.
Así, mientras España se abre a la libertad de expresión, al a tele y a la euforia democrática, Tocino culmina su particular odisea entre tinieblas. Contada con un lenguaje que mimetiza el habla de la calle, con toques de humor negro y sin abundar en el drama, Candiota viene a ser casi una actualización de la novela picaresca, además de una lectura amena y ágil.
Lomas, dos veces finalista del Premio Nacional de la Crítica, autor de poesía, crítico literario, ensayista filológico, autor teatral y profesor, afirma que el tono de desencanto que preside la novela es “casi inevitable, si se mira hacia la transición más de veinte años después”. “Esperábamos mucho, y al final hemos descubierto que aún somos deudores de los 40 años de franquismo en muchas de nuestras caídas actuales, como la corrupción o las tentaciones antidemocráticas”, explica. “En todo caso”, precisa, “no he pretendido novelar la transición, sino que he escogido esta época porque me daba un contrapunto perfecto para la caída personal del protagonista”.


FRAGMENTO DE CANDIOTA

La señora Julia nos conducía como Ariadna por un largo pasillo pintado en celeste con una cenefa marrón. En la parte superior de la pared había fotografías de su marido realizadas en Francia y Alemania, lugares donde había trabajado como emigrante hasta el año sesenta y seis en que se produjo el óbito. Siempre aparecía en las fotos muy bien vestido y sonriente, acompañado de amigos españoles y hermosas beldades nativas a quienes tildaba él como mujerucas pagadas para la ocasión de la foto. Al menos eso era lo que contaba Buenaventura a su querida Julia. La señora callaba y reía para sus adentros. Animal solitario, se había acostumbrado al aislamiento como el pez al agua y sabía desde pequeña que la jodienda no tiene enmienda y que homo homini lupus est. Desde luego que su marido se la pegaba con alguna normanda, como ella decía. Pero lejos de encolerizarse y crear una historia desventurada de cuernos y venganzas, cuando regresaba Buenaventura durante las vacaciones de Navidad y verano (no siempre) era tierna y afectuosa con él, colmándolo de carantoñas y abriéndose de piernas como es natural después de una larga abstinencia. Al cabo de un mes lo despedía en el tren, le soltaba algunas lagrimitas y hasta otros seis, siete o diez meses sin verlo. Por supuesto que nadie en el pueblo podía creer que Buenaventura, ni tantos emigrados como había, estaban durante meses de ejercicios espirituales carnales o tocándose la zambomba. Todos tenían sus amantes, colgadas, barraganas, querindongas o entretenidas, con las que despachaban la correspondencia de la libido y el poco tiempo libre que les quedaba después de unos turnos de más de doce horas que los dejaban exhaustos. Y es que el hambre era dura y habían marchado lejos de su tierra porque si te habitúas a no comer acabas convirtiéndote en un criminal. Y pocos querían echarse la trapera al cinto y tirarse al monte. Hacía ya tiempo que habían acabado los maquis y no era cuestión de seguir pegando tiros por aquellas sierras.
El general, aconsejado por algún despabilado de turno, se quitó el mochuelo del paro del medio y abrió la puerta para que los últimos pobres del imperio se ganaran unos cuartos en tierras de bárbaros. Pero no llegó a calcular seriamente el mal que se le venía encima: la destrucción de su propia obra. Los emigrantes eran hombres y mujeres que se iban analfabetos y volvían exigiendo derechos por escrito, y eso, a la larga, acaba con el gobernante más pintado. Los emigrantes aprendieron principios como el derecho al trabajo, la libertad de expresión o la igualdad. Los emigrantes fueron una cizaña que se metió el general en su laberinto sin darse cuenta de la trascendencia de un puñado de analfabetos. Pero un analfabeto con ganas de aprender es una bomba cultural de relojería retardada que más pronto que tarde explota y se organiza para exigir lo que nunca le han dado. También vendrían con nuevos hábitos sentimentales, mucho más liberadores, en una sociedad en que mirarle el tobillo a una mujer ya era atentar contra el sexto mandamiento. Así que Buenaventura llegaba felicísimo y también se marchaba felicísimo, porque como decía el Garbancero sabía que tenía olla caliente por donde fuera...













EL SUDARIO DE LAS ESTRELLAS
Málaga: Corona del Sur, 1999.










VILLAR RASO, Manuel (2000): “El sudario de las estrellas de F. Morales Lomas” en Ficciones, otoño-invierno, p. 27.





“El lenguaje de Morales Lomas es de “una fiereza endiablada”, por citar una frase del propio autor sobre uno de sus personajes. Tiene garra, fuerza de precisión y la sabiduría de Muñoz Molina en EL ROBINSÓN URBANO, hasta el punto de que su lectura es un placer y un privilegio que aumenta con Fátima, la historia de una muchacha soñadora de Xauen, un ritual de amor y de odio, con la que el autor explora el mundo de los emigrantes, de las ciudades almerienses de plástico, y la finaliza abruptamente con sangre y una brutalidad tan pavorosa que enternece. En otras historias Morales Lomas nos lleva por países europeos y el interés no decae en ningún momento. También explora el mundo del hambre, el mundo femenino en “Calles de Alfama” y otras, y lo hace con la introspección de un virtuoso del lenguaje y del conocimiento humano, con palabras que suenan en todo momento como disparos de fusil, con frases rotundas cargadas de sabiduría y de un perfume denso, de sensualidad tierna y de una fuerza insaciable.
El mundo de Morales Lomas, autor de amplias lecturas, tiene ciertamente un claro olor a podrido, bordea en cada línea el filo de una navaja; pero sin abandonar en ningún momento un rico tapiz de aromas, luces y colores que, en conjunto, provocan una lectura deslumbrante. ¡Enhorabuena! creo que nadie que coja este libro le podrá negar a su autor un deseo vehemente, casi desesperado, de reconocimiento, y no seré yo quien se lo niegue: al contrario, muy convencido de que en cuanto Francisco Morales decida atacar la novela se le abrirá una brillantísima carrera”



















JUEGOS DE GOMA
Málaga: Libros Encasa, 2002.










VILLENA, Fernando de (2002): “Juegos de goma”, en Papel Literario de Diario Málaga-Costa del Sol, núm. 433, 6 de octubre, p. 48.







“Está compuesto por una docena de relatos excelentes donde el autor analiza, vivisecciona las pasiones humanas y la soledad natural del hombre, sin descartar por ello algunas leves pinceladas de humor. Impresiona esa insatisfacción de todos los personajes con sus propias vidas, ese deseo de cambio que, como el clásico, los arrastrará a sus propia perdición.
En estos relatos se nos presenta un erotismo delirante, pero siempre en relación con el Thanatos. Ellos y los numerosos pasajes cuánticos de los textos –sincronías, juegos con el tiempo...-, nos llevan a emparentar la narrativa de Francisco Morales Lomas con la de otro autor contemporáneo: Gregorio Morales. También en ambos autores el tema de la desolación de la infancia resulta muy relevante.

Pero la narrativa de Francisco Morales Lomas se abre a otras muchas perspectivas: presenta algunas influencias del cine (negro, sobre todo) e intenta mantener un perfecto equilibrio entre realidad y fantasía.
Tanto los escenarios rurales como los de las diversas ciudades están muy logrados y la lectura del libro nos deja cierto halo de cosmopolitismo. Otro acierto se encuentra en la creación de los caracteres, sobre todo los femeninos, y en el uso del monólogo interior.
Respecto al estilo, habría que recordar que Morales Lomas es un poeta y como tal en todos sus relatos aparecen algunas ráfagas de lirismo y las metáforas y símiles son constantes. También hallamos algunas construcciones muy originales (“un domingo noviembre”).
Pese a que todos los elementos ya señalados unifican los diferentes relatos, no falta en estos una atinada variedad de registros y desde luego la gran imaginación de Francisco Morales Lomas hace de cada uno de ellos una pieza única y deliciosa”




FRAGMENTO DEL RELATO LAS METAMORFOSIS DEL PRÍNCIPE INCLUIDO EN JUEGOS DE GOMA

Hasta el día que fue expulsado de casa y más tarde sucedió lo temido, papá era un príncipe, el príncipe de la casa, con el artículo “el”, o al menos eso decía mamá repetidamente. Tu padre es el príncipe. Podría ser un rey o incluso el rey, pero no, es el príncipe, decía mamá como si estuviera asentando un axioma. Entonces tú eres una princesa y nosotros los principitos, ¿no, mamá? Pero mamá se ponía seria y decía que no, que qué va. Tu padre es el príncipe, pero nosotras no tenemos nada que ver con la monarquía ni la nobleza. No, hija, yo no soy la princesa, ni siquiera una princesa, sino una fregantina, una criada que le sirve los pensamientos. Que desea comer, le pongo de comer; que desea un traje, se lo plancho; que desea salir, salgo con él y lo acompaño; que desea... ¿El qué, mamá? Eso ¿Eso qué es, mamá? Pues eso es eso. Vale. Eso ya lo sabrás cuando seas mayor. Pues si desea eso, eso que le doy, insistía mamá como queriendo ocultar algo. Cuando fui un poquito mayor descubrí que eso que repetía mamá con tanta insistencia y no quería decir era follar, sólo que mamá le tenía repelús a algunas palabras, como si le dieran grima y, a veces, cuando estaba hablando creaba largos o cortos silencios dependiendo de la palabra que cabía en el silencio. A mamá le habían enseñado de pequeña en un colegio de monjas (como ahora me enseñan a mí) que no se deben decir palabrotas y para llenar su ausencia se inventaba el silencio. Lo cual podía producir cosas muy curiosas. Por ejemplo, si alguien quería decir: “ese cabrón de niño me ha jodido”, se diría algo así como: “ese de niño me ha”, con lo cual se creaba otro problema, porque aparecía “me ha”, que tampoco se podía decir. En la época que mamá era niña las palabras siempre resultaban un problema, sobre todo a las mujeres, porque lo que es a los hombres, nunca le han traído problemas las palabras y mucho menos las palabrotas. Ahora es diferente, ahora hasta las niñas dicen que son iguales, porque dicen palabrotas. Pero no es verdad que sean iguales porque, por ejemplo, mi hermano Rubén tiene más derechos que yo: su cuarto es más grande y orina de pie; en cambio cuando yo orino de pie, dice que soy una guarra. Algo parecido sucede con mi hermano Rigoberto. ¿Verdad que tiene un nombre muy sonoro? Es que mi abuelo de mi papá se llama así con esas erres tan fuertes y mi papá quería tener un hijo con ese nombre para seguir la tradición. Si mi hermano fuera chino se llamaría Ligobelto. Que es mucho más gracioso, pero Rigoberto es un poco rebuscado. A mi hermano Ligobelto lo dejan llegar tarde, a mí no. Por eso no es igual que yo. Mamá dice que es por lo de la mayoría de edad. A mí me gustaría ser también mayor de edad pala venil talde o pala no venil, como hace Ligobelto cuando se va con su amiga Toñi. El caso es que aunque yo no he sido igual que Lubén ni Ligobelto, quiero mucho a mis hermanos o nos quisimos todos mucho hasta el día que papá, el príncipe, fue expulsado de la casa. Papá era un hombre guapo, pero gordo. Tenía unos ojos claros como el cielo cuando hace sol y unos labios muy gordotes que parecían de negrito, pero era gordo. Su pelo era endrino como las uñas de Rubén cuando no se las limpia, pero era gordo. Tenía los dedos largos, de pianista, pero era gordo y no tocaba el piano. Papá se dedicaba a ir de un sitio a otro vendiendo unos guarritos que hacen mucho ruido, a eso se le llama ser representante. Había días enteros que no lo veíamos, incluso semanas. Cuando llegaba papá de algún viaje nos gustaba mucho porque nos traía algún regalo. Sobre todo a mí, que era su ojito derecho. En esto Rubén y Rigoberto no eran iguales a mí tampoco, porque papá siempre me daba a escondidas algo que no les daba a ellos. Ése fue el secreto entre papá y yo, por eso me puse un poco triste cuando fue expulsado de casa, bueno, me puse triste al principio, pero después no, porque comprendí que aquél ya no era papá y por eso lo echamos de casa. Pero eso fue después. Papá decía que en la casa había reparto de papeles. El suyo decía que era el de príncipe, porque sus antepasados habían sido condes, duques y cosas así de raras. Él decía que era príncipe sin principado. Yo no sé qué significan todas estas palabras, el caso es que papá cuando se ponía borde con mamá le decía que era príncipe. Papá no se enfadaba mucho, sólo una vez al mes cuando había luna llena. Entonces decía mi mamá: ya está tu padre con la luna, que quería decir que había entrado la luna llena que le afectaba mucho y se ponía muy pesado con lo de príncipe. Papá fuera de estos momentos de luna, era muy bueno con todos, claro que no daba ni golpe en casa porque decía que los príncipes no deben trabajar en labores domésticas. A mamá la traía de marmota detrás de él todo el día. Cariño toma las zapatillas; cariño, no me pises cuando está fregado; cariño, recoge a la niña del cole; cariño, ayuda a los chicos en los deberes; cariño, me tienes que llevar al super... Mamá era una ametralladora del cariño y papá en todas estas cosas la obedecía, pero cuando a él le daba la gana. Lo que sí le gustaba mucho a papá era echarse una partidita de dominó con sus amiguetes. Muchos días se bajaba a las siete de la tarde y no volvía hasta las diez o incluso más tarde. Mamá esos días nos acostaba antes de que llegara porque decía que papá llegaría contento y no quería fiestas. Claro que cuando decía mamá que papá llegaría contento, en realidad lo que quería decir era que llegaría triste. A veces yo estaba con los ojillos abiertos cuando llegaba papá. Siempre venía a darme un besito de buenas noches, pero echaba un olor desagradable como a cerveza mezclada con tabaco y calamares fritos. Hasta mañana, corazón, me decía papá. Sólo entonces me podía dormir. En otras ocasiones llegaba tan triste tan triste, o sea, tan contento tan contento que ni siquiera iba a darme un beso y le daba por pelear y discutir con mamá, y decir que mis hermanos eran unos flojos que no estudiaban, y se iban a ganar la vida de pobres. Rubén, que entonces iba de contestón, le respondía que no le importaría tener la profesión de pobre, que de pobre se tenía que pasar bien y además que el ser pobre era una cosa digna e interesante. Lo de digna no sé qué significa, sí sé que es lo contrario de indigno y esto significa cerdo, o sea, que los pobres son lo contrario de cerdos. Mi padre se subía por las paredes cuando Rubén decía que quería ser pobre. Pero después de unos días, sobre todo cuando necesitaba dinero, llegaba Rubén y le decía que en realidad él prefería ser ingeniero en telecomunicaciones y entonces mi papá se entontecía y le daba unos cientos de pesetas...







LA LARGA MARCHA



Editorial Arguval, Málaga, 2004.
















Moreno Ayora, A. (2005): “Relato de aventuras” en Cuadernos del Sur de Diario Córdoba, 27 de enero de 2005, p. 9.





“Francisco Morales Lomas, escritor que aúna en su personalidad los géneros de la poesía, del ensayo (que concentra en el ámbito literario andaluz) y de la narrativa (que inició con el título El sudario de las estrellas), acaba de publicar ahora su segunda novela, La larga marcha, que en realidad es una novela corta constituida por veintidós capítulos breves, puede ser calificada como un relato de aventuras en las que participa el propio narrador (en edad aún adolescente) y su íntimo amigo Perito el Tiñoso. Está circunstancia argumental divide las anécdotas en dos grupos: las que afectan a la biografía del narrador, Carlos, y las que vive El Tiñoso por su pertenencia a una familia desestructurada y zarandeada por las tragedias. En el argumento de La larga marcha llama particularmente la atención el número y variedad de anécdotas narradas. La mezcla de acontecimientos y de escenas de tan variada procedencia justifica la heterogeneidad del lenguaje, normalmente directo, apicarado y humorístico, con abundantes frases hechas y juegos de palabras, pero en otras ocasiones moteado de referencias cultas o literarias. Un conjunto que nos aproxima a los años sesenta en Jaén, Granada y Dúrcal.


FRAGMENTO

Yo soy conde, bastardo y algo pendenciero. Lo de conde y bastardo lo decía mi tía Teresa, que en paz descanse; lo de pendenciero lo digo yo, aunque todos me tomaran a veces por el pito de un sereno y así hacían rimar lo de pendenciero y sereno. A veces visitábamos a la tía cuando con motivo de algún viaje, la enfermedad del abuelo lechuza o el nacimiento o muerte de algún familiar, teníamos que bajar a Jaén. A Jaén siempre se bajaba y a Campillo o a Granada se subía. Nunca he sabido muy bien por qué se decía así, pero todos seguían la costumbre ancestral, igual que el ciclo de los nacimientos y los óbitos sin que nadie se preguntara nunca la causa: probablemente sería la fuerza de la rutina y cambiarla significaría enfilar un camino demasiado peligroso hacia la filosofía, probablemente un camino sin retorno. Después de llegar a la altura de la catedral de torres afiladas y altos vuelos rayanos en el cielo, ascendíamos aún más, como si nuestro destino fuera la gloria, por unas callejuelas sinuosas y empedradas, y mi tía nos recibía con la mejor de las sonrisas y un ojo nublado. Aquel ojo anubarrado era enigmático y, a pesar de la ubicua alegría de su hermoso rostro, aunque arrugado, le daba un aire triste. Es como si a un rey inteligente y hermoso le sale de improviso un príncipe tonto, pues igual, se le agua la fiesta. Así lo creía yo de mi tía Teresa que por culpa del ojo velado tenía aguada toda la cara. Pero era muy simpática y siempre que llegábamos nos ofrecía sus mejores manjares que para desgracia nuestra eran los únicos que tenía más a mano: patatas y huevos; de vez en cuando algún alerón de pollo, pero a mí no me gustaban porque me imaginaba al pobre animal llorando en una esquina del corral cojo de un ala, o como quiera que se diga. Mi padre, que siempre ha tenido buen saque, se comía todo lo que le pusieran e incluso lo bañaba con un vino peleón del lugar que siempre tenía a mano la tía. Le importaba un bledo lo de la cojera volátil de la pobre ave. Daba la impresión de que en aquella casa no se comía otra cosa que no fueran patatas y huevos y algún alerón saltimbanqui de pollo y siempre se repetía la misma escenografía culinaria como si se tratara de una liturgia, una ceremonia o un ritual. Incluso los besos se daban también ceremoniosamente. Yo creo que todo ello se lo debíamos a nuestros ancestros que entendían mucho de solemnidades.
El sabor agradable de la comida frita con un jugoso aceite del pueblo quedó siempre impregnado en la memoria del paladar. Sí, porque el paladar tiene memoria y también el oído y el tacto, y si no fuera así, qué sería de nosotros. Había asociado tanto el viaje a las patatas fritas y los huevos que si alguna vez se le hubiera ocurrido preparar otra comida o algún mejunje distinto yo le habría puesto mala cara, porque todo formaba parte del atrezzo de una representación que yo estaba realizando: los olores y sabores del viaje, la subida a la catedral que ante nuestros ojos se alzaba imponente como una novia y el no tener que ir a la escuela. A veces estaba en casa de la tía el abuelo centenario y bajaba del cuarto donde dormía, siempre le gustaron las alturas porque decía que tiempo había de vivir en las bajuras, con los pelos tiesos y plateados como si estuviera a resultas de una pelea con el más allá. Mi abuelo me recordaba mucho la pintura de Unamuno con ojos de búho. Mientras la tía pelaba las patatas, comenzaba a hablar y su garganta gorgoteaba como un jilguero al olor de la patata. Suerte que yo a veces le preguntaba por nuestros antepasados y le hacía cambiar de tercio...








EL REGRESO (en Historias Republicanas)


Prólogo de Rosa Regás.



Ed. Liberman, Jaén, 2006.

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