sábado, 9 de febrero de 2008

JULIO MANUEL DE LA ROSA, PREMIO ANDALUCÍA DE LA CRÍTICA


JULIO MANUEL DE LA ROSA,
PREMIO ANDALUCÍA DE LA CRÍTICA


F. MORALES LOMAS


Sostenemos la historia con capricho, incluso con veleidades. A veces, hasta los documentos históricos pueden ser mentirosos. Que se lo pregunten a Antonio Pérez, el gran falsario. Por eso toda construcción histórica puede llevar los visos de la verosimilitud y el estigma de la falsedad. Pero cuando es un narrador el que sostiene la creación histórica la mentira es un principio estético necesario porque con ella el novelista quiere sostener una creación personal, una imagen propia.
Julio Manuel de la Rosa, Premio Andalucía de la Crítica 2008 con su novela El ermitaño y el rey, ha querido crear la historia de una mentalidad, de un pensamiento, quizá de lo que quiso ser alguien en un momento determinado de su existencia. Podríamos titular estas reflexiones, “Benito Arias Montano, historia de una mentalidad”. Es la mente de Arias Montano, sus deseos y frustraciones, su interés por la figura histórica de Erasmo de Rótterdam y su proyección como individuo revolucionario de su tiempo, y, en menor medida, la historia del país, sus amistades, sus deseos amatorios y el pálpito elocuente de la cercana muerte.
Todo ello constituye el germen de esta novela que reconstruye desde el monólogo interior escenas y situaciones, pensamientos, comportamientos, razones o sinrazones, abatimientos o exaltaciones de Benito Arias Montano, un intelectual ilustre y cultivado, sobre el que De la Rosa ofrece el retrato de un pensamiento.
Hay novelas ovíparas y vivíparas, como decía Unamuno, la novela de Julio Manuel de la Rosa es ovípara, de lenta y profusa construcción, en tanto se funda sobre un cúmulo de lecturas, una base estructural bibliográfica profunda que va desde la obra de Bernard Beckers, Arias Montano (1993), hasta Erasmo y España (1979) de Marcel Bataillon, pasando por Anatomía del Humanismo (1998), La Biblia Políglota de Amberes en la correspondencia de Benito Arias Montano (1998) de Baldomero Macías Redondo, Arias Montano en su entorno. (Bienes y Herederos) de Juan Gil, etc.
Dice el escritor en el apartado final, “A modo de epílogo. (Notas de lecturas)”: “Muchos libros me alimentaron mientras escribía El ermitaño del rey. A mediados de 1999, me había leído y anotado al menos el 60% de la bibliografía propuesta como indispensable, con sus respectivas fichas...” Existe, en consecuencia, una novela ovípara, una novela largamente gestada. El personaje no surge ex novo, sino que se ha sostenido sobre unos profundos pilares de pensamiento y razón alimentados por el propio Arias Montano como por sus glosadores.
La novela histórica a cuya especialidad novelística pertenecería El ermitaño del rey siempre se ha sostenido sobre ese método de una previa investigación, un conocimiento anterior de los acontecimientos. Desde Walter Scott ha sido así y, en algunos casos, como refiere el propio De la Rosa, más exagerado aún: los 1500 libros consultados por Flaubert antes de escribir Salambó o la gran cantidad de datos recogidos por Vargas Llosa, por ejemplo, para elaborar La guerra del fin del mundo, etcétera.
La novela histórica posee este principio rector necesario pero también su propia rémora, sus propios lastres en el raudal de información. Frente a otro tipo de especialidades novelescas que exigen del escritor una constante creación, la novela histórica necesita de una invariable destrucción y revisión, negación de datos o situaciones. Escribir una novela histórica no es “cortar y pegar” lo que otros ya han dicho en sus investigaciones (uno de los riesgos de esta especialidad novelesca), sino una profunda labor de revisión y negación. Julio Manuel de la Rosa ha conseguido este propósito y ha sabido conjugar en un todo armonioso los elementos inherentes a la investigación histórica con los puramente ficcionales que se sostienen sobre la creación, la vida y reflexión sobre otros que ofrece de Arias Montano. Un primer objetivo necesariamente conseguido, porque muchas novelas históricas pecan del desliz de simbiosis, unidad y armonía entre estos elementos, y más parecen puzzles donde unos y otros elementos se notan en exceso, pues no se han mancomunado las costuras literarias.
Pero más que el intelectual, más que el editor de la Biblia Regia, el capellán real, el profundo conocedor de Erasmo de Rotterdam (Desiderii, como aparece en la novela), de Lutero... Julio Manuel de la Rosa nos ha querido presentar a un ser humano (de hecho le inventa una amante ante las insinuaciones de que conoció a una mujer llamada Anne Herents, “imaginando sus gruesas trenzas rubias y su piel blanca”) que en el lecho de muerte, a punto de escribir su testamento, encuentra un papel con el nombre de Desiderii y esto le incita a pensar en el sabio humanista y a reconducir su memoria por acontecimientos históricos y personales como su estancia frecuente en la Sierra de Alájar (Aracena, Huelva).
La novela la conforman ocho capítulos en los que no existe una unidad de acción ni de tiempo, tampoco se suceden según un proceso de causa-efecto sino a tenor del fluir de conciencia libre del narrador, Arias Montano, desde ese papel inicial que le advierte de que malogró un propósito: escribir la biografía de Erasmo de Rótterdam. Sostiene el narrador que no va a llegar al verano, y comienza a hablarnos de su nacimiento el mismo año que el rey Felipe II (y más adelante también de Fray Luis de León, al que elogia siempre que tiene oportunidad, como a otros muchos, de cuya amistad participó). Nos recuerda que siempre fue de una salud delicada y su comida era frugal, incluso vegetariana, e, in media res, entra en los acontecimientos por cualquier momento. Porque esto es lo de menos, en tanto el interés del narrador es su concepción de la existencia, de la amistad y su pensamiento, en última instancia: “Un quintal me pesa la pluma en la mano. Se me nublan los ojos, siento vacilaciones y algo de mareo. Disturbios propios de una anciano que recorre temeroso los últimos alientos de la vida”. En esta reconstrucción existe un lirismo subyacente, un reencuentro con su propia naturaleza humana, con su visión, con la geografía, con sus amistades. Lo que nos induce a hablar de una novela de reconstrucción sentimental de la memoria: “La Peña ha sido y sigue siendo el corazón de toda mi existencia, el locus amoenus, la antesala del Cielo y el reducto sagrado de mi trabajo”. Echa de menos no haber podido quedarse en aquel retiro al ser requerido por el rey Felipe II (que “me ocupó tirano gran parte de mi vida”). Es entonces cuando comienza a hablarnos de Erasmo fragmentariamente, pues sobre él hará continuas glosas durante toda la obra, comentando su ideología (del que se sentía cercano) y sus reflexiones vitales: “Prendado quedé de su pensamiento y de su desconocida persona”.
Aparecen personajes como Pedro de Valencia, Jacobo Vázquez, Alfonso de Valdés, Gaspar de Alcocer, reflexiones en torno al autor del Lazarillo, comentarios sobre la traducción del Cantar de los Cantares por Fray Luis de León...
El segundo capítulo comienza con la escena de su acomodo a la sombra de los naranjos en la huerta del convento de las Cuevas, en La Cartuja. Refiere asuntos del año 1594 (él falleció en 1598), de su asistente el hermano lego Juan de Dios, la presencia de Sevilla con su tórrido verano..., y de nuevo vuelve a la memoria la vida de Erasmo de Rotterdam mientras está en Cambrai, cien años atrás, en 1495. Después París. Pero pronto regresa la invocación a la geografía, donde vive, y la exaltación de los lugares por donde pisa, el descanso en mitad de una naturaleza acogedora cerca de finales de junio, y vuelve a recordar la historia de Fray Luis de León, sus lecturas de Virgilio, sus problemas con el Santo Oficio: “Nunca me concretaron ni leyeron los cargos (...) El delator fue Ambrosio Morales”. Se facilitan entonces los acontecimientos acaecidos en la Cuaresma de 1559 y la trama preparada por el tal Ambrosio de Morales. Sus idas y venidas de Llerena a la Peña de Alájar.
El tercer capítulo se desarrolla desde el momento en que se despierta, al darse cuenta de que está tendido sobre excrementos. Reconoce que una vez tuvo el pecado de concupiscencia (que desarrollará más adelante como dijimos anteriormente) pero sobre todo el pecado del que se acusa es haber sido agente del rey Felipe II, omitiendo esfuerzo y empeño a su verdadera vocación: el estudio de las Sagradas Escrituras. Nos refiere sin solución de continuidad los encuentros de Erasmo con el poeta Fausto Andrelini, que recitaba a los poetas romanos decadentes y obscenos, y del que se hizo amigo íntimo. Pero también abunda en los encuentros carnales de Erasmo y diversas mujeres: “El joven Erasmus conoció el placer de las mujeres y como hombre que era, mucho le agradó, repitiendo la experiencia varias veces en Inglaterra”. Un recuerdo que, siguiendo el juego de asociaciones propias del monólogo interior, le permite hablarlos de su gran amor, Anne: “Cuando temblando de deseo y miedo penetré en su cuerpo, el trance resultó ser la más intensa y alta experiencia mística de toda mi existencia”. Prosigue con Erasmo y su conocimiento de Henry Colet, un rico comerciante de textil. Nos habla de su viaje en1562 a Trento y el momento en que se empieza a considerar la erudición bíblica de Arias Montano. El secreto del monasterio de El Escorial y su primer arquitecto, Juan Bautista de Toledo, después Juan de Herrera...
En el capítulo cuarto Erasmo sigue en su proceso de construcción fragmentaria y nos lo presenta como el que supo dar el salto cualitativo desde las nieblas medievales a la claridad del XVI, al tiempo que la escolástica tocaba a su fin. Compara su cuerpo con el de Erasmo y acto seguido nos habla con afecto y bondad del poeta y militar Francisco de Aldana. La situación en Flandes, Fray Luis de León o el estudio del Secreto y su estancia en Roma son otros de los acontecimientos que rememora Arias Montano.
A medida que avanza el capítulo quinto leemos la presencia de Erasmo en Italia, su depresión en Turín, su encuentro con Beatriz Manuzio, que disfrutó del amor de Erasmo, y de nuevo los acontecimientos en Flandes, las entrevistas con el monarca portugués, su enfermedad, y su sueño, Anne Herents, su gran amor, la mujer de ojos azules o verdes ahijada de Van dar Cruyce.
Erasmo, como personaje novelesco y su Elogio de la locura toma las riendas del capítulo VI, a partir de lo que se llamaron los , entre 1509 y 1514, en el que se alternan los elementos autobiográficos con las reflexiones de Arias Montano en torno a sus textos: “Desiderii sufría un constante sinvivir, una sobreexcitación del cerebro que le impedía conseguir la felicidad”. Los años en Cambridge, en Basilea... Pero pronto deja al personaje y Arias Montano se centra en Anne (su amor único) y los temores hacia ella, su enfermedad a causa de la pasión enfermiza hacia ella en Amberes. El adiós de su amigo Plantino y de Anne y su ida a Roma, su regreso a Barcelona el 30 de mayo de 1576, el saqueo de Amberes, y, de nuevo, el presente junto a su lacayo Juan de Dios, que lo cuida en todo momento. Toman también asiento brevemente los acontecimientos históricos en torno a la muerte de Escobedo por orden real y las intrigas de Antonio Pérez. Más adelante nos refiere la muerte de su amigo el capitán Aldana, la aventura astrológica de la construcción de El Escorial, de cuya Biblioteca se hará cargo. Y su cercano fin: “A causa de la medicina que me han dado, voy recogido en el útero materno, alumbrado por una luz parecida a la de un candil. Estoy al final de mis últimas horas”.
El pecado de lujuria es tomado como inicio del capítulo VII según el Enquiridion de Erasmo, que le permite de nuevo penetrar en el abismo placentero de las mujeres de Erasmo y, en especial, de Beatriz. Y se pregunta: “¿Puede un hombre de tan poderosa cabeza y rico pensamiento como Erasmus ser tan débil para defenderse de la mujer, para él maligna portadora del pecado?” A través de la voz de Arias Montano, se nos dice que Erasmo fue una persona vacilante, con un mundo rico pero que tenía en la cabeza “esa rara y deseada raja que las mujeres tienen entre las piernas”. Le obsesiona a Arias Montano la existencia de Erasmo, su forma de pensar y de ser, pero también la de Lutero, al que define como de voz ronca y potente, mirada ilimitada y abarcadora, como un volcán... Un capítulo que le permite profundizar en algunas ideas de este reformador de la iglesia y comentar las 95 tesis clavadas en la puerta de la iglesia de Witenberg. La recreación memorial de sus amigos y la recreación lírica se apodera de tanto en tanto de una prosa rítmica, bien acompasada, cuidada, con la que pretende ofrecer una situación anímica y recrear un mundo perdido. Más adelante se refiere a su trabajo en torno a los ocho volúmenes impresos en cinco lenguas y después su encuentro con la Peña, los olores, los muertos y los vivos.
En el VIII y último capítulo afirma su interés en esa biografía de Erasmo que no hizo, en su relación con Lutero, el respeto mutuo entre ambos, las reflexiones de Erasmo sobre el tiempo-eternidad, las respectivas muertes de uno y otro (Erasmo en 1536 y Lutero en 1546), la importancia de Juan Luis Vives y la exaltación que Erasmo hizo de España. Recuerda de nuevo a Luis de León, Teresa de Ávila, Juan Luis Vives... Y la cercana muerte: “La muerte es la única maestra que jamás se equivoca (...) El corazón deja de latirme...” Pasamos por alto algunos detalles innecesarios como, por ejemplo, la exaltación de Cervantes cuando antes de 1605 sólo había escrito una obra y era bastante desconocido. Sin embargo, qué obra histórica no tiene puntadas que se salen de su curso narrativo.
Como decíamos, El ermitaño del rey es una novela trascendente donde Julio Manuel de la Rosa ha sabido unir con acierto el rico pensamiento de la época con la recreación lírica, sensual y novelesca, dotando a los personajes y su tiempo de una verosimilitud humana. Al mismo tiempo produce una prosa elegante que embellece la lengua española. Una novela que le ha permitido obtener el Premio Andalucía de la Crítica 2008, por ser la obra narrativa más importante publicada en Andalucía en 2007, en opinión de los veinte miembros del Jurado.

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